Hablar delante de
los chicos
La educación antigua mantenía
los hijos al margen de los hechos no gratos.
Y también de las discusiones entre
los padres. Poco menos que en una burbuja
se les ocultaban también muchas
realidades porque la vida parecía
estar dividida entre “cosas de grandes”
y “cosas de chicos”.
La vida sexual,
por ejemplo, estaba rodeada de misterio
y las cuestiones evidentes como el embarazo
y el parto eran conocidas por los menores
a través de conversaciones entre
pares y del consabido espionaje de hechos
y palabras.
La deformación de la realidad era
apoyada por una parte por el engaño
de los adultos y por otra por la curiosidad
infantil (y aún adolescente) alimentada
por informaciones de “segunda mano”
o de precarias visiones o escuchas “a
escondidas”.
El conocer tan solo en parte los hechos
más intrigantes, la presencia del
secreto, era una constante en la infancia
de aquellos tiempos, no demasiado lejanos.
El secreto es una entidad compleja porque
une a quienes participan del conocimiento
y excluye a quienes son ajenos a él.
Es lo secreto un límite claro y
naturalmente discriminatorio aunque las
intenciones de “guardar el secreto”
sean legítimas.
Gran cantidad de cuestiones incomprensibles
rodean a los niños y a medida que
su capacidad mental aumenta, menos serán
las fantasías y más las
realidades entendibles.
Es normal que los chicos deseen saber
y su curiosidad es motor de aprendizaje.
Sin embargo, en muchos casos, los más
pequeños deberán contentarse
con inferir, asociando a veces trozos
de conversaciones o escenas vistas o vividas.
Hoy en día, a la luz de psicología
de avanzada, se pretende que los niños
aprendan lo más posible a edad
temprana porque de ello depende no solo
su bienestar afectivo sino la estructuración
de su inteligencia y para su desarrollo
cerebral esto es básico.
Las experiencias contribuyen a ese desarrollo
y cuanto mayor cantidad de asociaciones
logren ser establecidas durante la niñez,
mejor será el desenvolvimiento
personal en el futuro.
Con este criterio, en las últimas
décadas se ha preferido hablar
claro con los hijos y explicarles la realidad
sin ocultamientos y expresarse con palabras
adultas.
Exagerando esta modalidad abierta, sincera
y participativa algunos adultos caen en
una conducta suelta y ligera extendiendo
la costumbre de no ocultar nada a los
niños hasta hacerlos participar
en forma concreta o por estar en el ámbito
en intercambios adultos que no les son
beneficiosos.
Los conflictos adultos utilizan a menudo
una terminología bien abstracta
que por más que se esforzaran los
pequeños no lograrían comprender.
Cuando se discute, la voz se altera y
los gestos pueden llegar a ser demasiado
violentos y hasta agresivos.
Aunque los padres olviden más tarde
el incidente (a veces se reconcilian a
solas) los niños quedan impregnados
de los intercambios afectivos negativos,
de los gritos que los han asustado que
reaparecerán en situaciones parecidas.
Lo más importante es que su incapacidad
para comprender todo el alcance de esas
situaciones les deja como memoria una
confusa experiencia en que está
evidente que hay problemas, que sus padres
u otros adultos se tratan desagradablemente
y más aún ... los niños
pueden fantasear que son culpables de
las desaveniencias de otros.
Para que se sientan seguros y protegidos
los hijos deben realmente, se cuidados
y evitar en la medida posible las escenas
que los dañan en el momento o a
futuro. Es responsabilidad de los mayores.
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